Las Grecas fueron grandes. Aquí y en parajes inesperados, como Turquía. Tengo localizadas abundantes versiones turcas de temas suyos, incluyendo dos traducciones diferentes de Te estoy amando locamente; me gusta especialmente el Qué bonito aquella noche, alias Ara siri bazi bazi, de la vocalista Nilüfer, que recientemente regrabó el tema con una banda de rock, Malt. Y ellas también fascinaron en Cuba, un país que entendió su apasionamiento y originalidad. Hay anécdotas de cantautores españoles, en viaje de solidaridad con el castrismo, que interpretaban su repertorio y eran interrumpidos: “sí, camarada, pero ¿no sabes alguna de las Grecas?”.
En España tuvieron el récord de ventas entre los artistas nacionales de CBS, entonces disquera principal de un mercado en expansión. Sacaron cuatro elepés: Gipsy rock (1974), Mucho más (1975), Tercer álbum (1976) yCasta viva (1977). Según recuerda su productor/descubridor, despacharon más de un millón de copias de esos álbumes e incontables montañas de casetes.
Paradojas: en los últimos tiempos del franquismo, cuando el escaso rock nacional estaba prácticamente desterrado de las ondas (y en TVE debían disimular sus melenas), entre lo que más se escuchaba estaba un grupo de estudio cercano al hard rock, que acompañaba a dos gitanas, combinación impía pero magníficamente realizada. Para aquellos tiempos, se trataba de una fantástica trasgresión: rock + flamenco, romanticismo juvenil más una sexualidad expresada libremente. El imperio del amor en dosis peligrosas más una desesperación llevada al límite.
“Porque soy hembra y me has herido sin piedad…”
No había muchas canciones felices en su repertorio. Las Grecas exorcizaban el sufrimiento de sus oyentes con la furia de sus interpretaciones, pasando en un santiamén de las simas del masoquismo a las cumbres del orgullo despechado. Las suyas eran verdades duras y eternas, lanzadas al aire con una intensidad que enganchaba.
José Luis de Carlos debió ocuparse de buscarlas material nuevo, una vez agotado el puñado de tangos, bulerías y fandangos que ellas habían cultivado en los tablaos madrileños. Según recuerda, “una canción de las Grecas debía narrar sentimientos arrebatados para que ellas se implicaran emocionalmente”. También se necesitaba una melodía que facilitara sus exhibiciones vocales. Y un ritmo potente, ya que ellas tenían un compás infalible.
Asombra ahora la variedad de su repertorio. Adaptaron éxitos pop de Los Brincos (Nadie te quiere ya) o The Turtles (Leonor), personalizaron añejas piezas como El garrotín o La zarzamora, se atrevieron con temas de aires árabes, hindúes o griegos. Disponían de compositores de primera, desde Isidro Sanlúcar al palestino John Daher. Recurrían a varios idiomas o se inventaban palabras para verbalizar lo indefinible.
“Me encuentro enferma en la cama y nadie viene a visitarme…”
Las Grecas no disfrutaron de una vida profesional apacible. El éxito colocó a unas almas cándidas en el ojo del huracán y ellas apenas estaban preparadas para las nuevas circunstancias, cuando el país se desmadró tras la muerte del Dinosaurio. Rodeadas de un clan que no siempre tenía en cuenta sus mejores intereses, chocaron una y otra vez con un mundo áspero. Ni en lo personal ni en lo profesional lograron duplicar el acierto de sus grabaciones.
En realidad, su historia es una tragedia desgarradora, que supera los delirios de cualquier guionista de culebrones. Una tragedia total, que concluye con la muerte de Tina el 30 de enero de 1995, en un centro de acogida de Aranjuez. Su hermana Carmela contó con lujo de detalles la ascensión y caída de Las Grecas en cuatro números consecutivos de Semana; allí había suficiente morbo y bastantes moralejas para llenar un libro.
"...pero sin darte cuenta te alejas de mí"
Aquí se trata de celebrar su gloria. Ellas legitimaron una feliz contaminación: entra el espíritu flamenco en el pop y, a la inversa, los artistas gitanos entienden que había posibilidades creativas en el mundo de las guitarras eléctricas. Tina y Carmela abrieron la puerta de CBS a cantantes gitanos, a veces emparentados con ellas, como El Luis y Zíngaro; también llegaron Los Chorbos, de donde saldría Manzanita. José Luis de Carlos incluso quiso presentarlo todo como un movimiento socialmente reivindicativo y musicalmente rompedor: el Sonido Caño Roto.
De modelo, De Carlos tenía el funk, el gospel y el soul estadounidenses. Por su implícito contenido ideológico y, sobre todo, por su riqueza musical. Recurría a instrumentistas atípicos como el percusionista peruano Pepe Ébano o Dave Thomas, el contrabajista jazzero de Detroit. Cuando los presupuestos para sus producciones se ensancharon, José Luis viajó a Nueva York para grabar metales y voces.
Pero estamos con Las Grecas. Protagonizaron historias demasiado crudas, que conviene aparcar para descanso de su familia y, desde luego, para evitar la ira de los militantes de lo políticamente correcto. Sí se deben escuchar sus discos con los oídos limpios de prejuicios. Para disfrutar de
1) la contundencia de sus grabaciones, con una pasmosa nitidez que hace honor tanto a los arreglos rock del comienzo como a los envoltorios más barrocos de la segunda etapa.
2) la gama de palos que abarcan, desde el pop progresivo de su Achilipú a las fantasías andalusíes de Anabalina.
3) la cantidad de vida –sentimientos extremos- que encierra esa discografía aparentemente liviana.
4) la pureza de esas voces no educadas pero gloriosamente sincronizadas. Las Grecas, en carne viva.
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